Rothenburg tiene una figura envidiable. Es una de las ciudades medievales alemanas más visitadas y esto se debe a la magia que se produce ni bien uno entra al casco antiguo, atravesando la muralla: basta con dar los primeros pasos intramuros para caer en una especie de encantamiento. Es ahí cuando uno empieza a escuchar entre los turistas el comentario es como un cuento de hadas.
La silueta de la ciudad no ha cambiado prácticamente nada en los últimos seis siglos. El amurallado, que rodea todo el perímetro de la ciudad, tiene unos tres kilómetros y medio y lo que lo hace realmente interesante es el adarve: ese pasillo del lado interior de la muralla que permitía a los centinelas hacer su camino de ronda para vigilar la ciudad.
Hoy en día, el camino de ronda se ha transformado más en un paseo de ronda para turistas, quienes tienen la oportunidad de observar desde allí el paisaje de tejas coloradas que hacen verosímil el nombre de la ciudad: Rothenburg ob der Tauber, castillo rojo sobre el río Tauber.
¿Habrán sido coloradas las tejas del castillo anclado en el cerro al inicio de la historia de la ciudad? Esa es una cuestión que divide las aguas historiográficas, pero es ya un tema para explayarse en otro blog.
Cierto es que caminar por los dos kilómetros y medio de muralla que conforman el adarve (el otro kilómetro se puede recorrer caminando del lado interior o exterior del muro) es una de las formas más placenteras de conocer la ciudad.
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